“La Tovara”, un paraíso custodiado por reptiles prehistóricos

“La Tovara”, un paraíso custodiado por reptiles prehistóricos

Foto: Héctor Trejo S.

“Qué recuerdos aquellos” decíamos en la charla de sobremesa en la casa de mi madre, luego de ver uno de los tantos álbumes fotográficos que trajeron a la conversación a mi difunto y amado padre (QPD) y todas las aventuras que vivimos en familia en Modo Vacaciones. El cafecito invitaba a la nostalgia a ocupar un lugar en la mesa para que nos permitiera recuperar los detalles que hicieron memorables todos y cada uno de los viajes.

 

El primer compendio de fotografías nos dejó ver un lugar rodeado de vegetación exuberante y mucha agua, donde nos encontrábamos acompañados de amigos de la familia… Don Toño, la Güera y su sobrino, así los conocíamos todos. Vendedores del Mercado de Jamaica, uno de los lugares más famosos en la Ciudad de México y en todo el país, por su venta masiva de flores de todos colores, especies y tamaños.

 

El lugar al que me refería era “La Tovara”, un hermoso ecosistema lleno de manglares que custodian un brote de agua cristalina, hábitat de cocodrilos de la zona que viven en un cocodrilario bellamente tenebroso, donde se puede apreciar la majestuosidad de estas bestias prehistóricas que han trascendido al tiempo.

 

El lugar es parte del mismo estuario y sirve de atracción turística para aquellos aventureros que no disfrutan de la tranquilidad de sumergirse en unas aguas cristalinas que se mueven cadenciosamente con los clavados de los visitantes.

 

Este sitio se encuentra muy cerca del famoso puerto de San Blas, Nayarit, fundado en época de la colonia española y que fuera uno de los dos principales puertos en el océano Pacífico en la época del Virreinato de la Nueva España.

 

Ese día fue nuestro rincón del descanso, pues fue ahí donde conseguimos hospedarnos tres días, para luego volver a la Ciudad de México, destino final de un viaje que tuvo diversas escalas, comenzando con San Juan de los Lagos en Jalisco.

 

La plática con mi madre fue una partida de ping-pong de buenos momentos, que casi todos, venían acompañados de algunas lágrimas contradictoriamente felices, por el recuerdo de mi papa.

 

Para mi madre había significado un gran terror que saltáramos al agua cristalina de la Reserva Natural “La Tovara”, pues en ese mismo espacio, unos minutos antes, habían alimentado a un nutrido grupo de reptiles que movían sus largas colas lenta y curiosamente, como pretendiendo incentivar a sus estómagos a la digestión, aunque esa reflexión la echaron por la borda los guías que nos recibieron más tarde en el cocdrilario.

 

La memoria a veces me juega algunas imprecisiones, sobre todo cuando se trata de fechas y si son de cumpleaños, todavía más, por eso agradezco infinitamente a Facebook, que cuando es el aniversario del alguien, me pone en contexto cuando abro mi cuenta.

 

Según las fotografías, emprendimos el viaje a “La Tovara” entre 1998 y el año 2000, cuando un grupo de 15 a 20 autobuses turísticos, partían de la Ciudad de México, para ser más precisos del barrio de Zapotla, en la alcaldía Iztacalco, donde un sacerdote, a quien todos llamaban “Padrecito”, organizaba a la comunidad para llevar a su virgen de San Juan de los Lagos, patrona del barrio, a escuchar una misa en el santuario jalisciense del mismo nombre y después, emprender un recorrido por otras ciudades y playas, esa ocasión, San Blas, Nayarit y sus manglaress, fueron uno de los destinos.  

 

Los viajes eran en el mes de febrero, entre el 12 y el 17, el viernes más cercano a la quincena y nosotros éramos invitados, pues a mi madre la conocen desde hace muchos años, quienes justo con el sacerdote, organizaban este viaje que llaman peregrinación y donde ciertamente tuvimos que entrar a algunas misas, pago espiritual por casi una semana de diversión.

 

En La Tovara no faltaron las múltiples fotografías, una comidita un poco austera, porque solo había botana, como cocos con chilito y limón y chicharrones de harina, acompañados también de su respectiva salsa Valentina, la de etiqueta amarilla, que por cierto va muy bien con casi todo, aunque a veinte años de ese viaje, siento que mi estómago hubiera preferido que no le aplicara picante a mis comidas.

 

Este fantástico e histórico viaje familia, terminó con la última fotografía del álbum familiar, donde aparecemos varios viajeros, entre ellos mi padre y yo, nadando en el cristalino espacio, quitados de la pena, posando para la cámara, que nos invitaba a perpetrarnos y que hoy agradezco, pues me ubica con mi padre, en ese bello lugar, uno de tantos que recorrimos juntos, en familia, como toda la vida, siempre a su lado.

 

Mi taza de café se terminó y la charla se trasformó de tal manera que acabamos hablando de las actividades de la semana, temas poco atractivos para estás Crónicas Turísticas, así que solo me queda despedirme.

 

Recuerde que viajar es un deleite y más cuando se hace en compañía. Lo espero en la próxima Crónica Turística y lo invito a que me siga en las redes sociales a través de Twitter en @Cinematgrafo04, en Facebook con “distraccionuniversitaria” y mi correo electrónico para cualquier comentario o sugerencia trejohector@gmail.com.

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