En las últimas semanas, en el Congreso de la Unión ha cobrado fuerza el uso del término “fast track” para describir la aprobación acelerada de iniciativas, leyes y reformas. Esta práctica, cada vez más frecuente en sesiones ordinarias y extraordinarias, ha generado debate entre legisladores, especialistas y organizaciones civiles, que aseguran el ritmo apresurado puede limitar el análisis público y parlamentario de los proyectos.
Pero ¿en qué consiste el fast track?
El fast track o "vía rápida", en el contexto político, no es un mecanismo formal único establecido en la Constitución o en la ley orgánica del Congreso de la Unión, sino un término coloquial que se usa para describir el proceso acelerado de aprobación de iniciativas de ley o reformas, especialmente cuando el partido en el poder tiene mayoría legislativa.
El “fast track” consiste en acelerar el trámite legislativo mediante prácticas como dispensar trámites o lecturas; por ejemplo, aprobar en una sola sesión sin los debates habituales en comisiones.
Turnar rápidamente a comisiones con dictaminación exprés, sesionar en periodos extraordinarios, madrugadas, vacaciones o sedes alternas o aprovechar acuerdos en la Mesa Directiva o la mayoría para priorizar y votar sin modificaciones significativas, limitando a la oposición a un simple "aprobar o rechazar".
Esta práctica no garantiza un análisis minucioso; de hecho, suele impedirlo. Su propósito es la rapidez, lo que frecuentemente implica falta de consultas amplias con expertos, sociedad civil o sectores afectados; críticas recurrentes por generar incertidumbre jurídica, opacidad y posibles violaciones al debido proceso legislativo.
Organismos como el IMCO, Coparmex o Concanaco han señalado que estas aprobaciones "atropelladas" afectan la competitividad, el estado de derecho y la participación ciudadana. Aunque las leyes aprobadas así son válidas hasta que un juez las invalide, el fast track prioriza la velocidad política sobre la deliberación exhaustiva que idealmente debería caracterizar al Poder Legislativo.
¿Cuáles son sus riesgos?
El proceso de aprobación acelerada, aunque permite sacar adelante iniciativas consideradas prioritarias, implica riesgos significativos.
La falta de análisis profundo en comisiones y la ausencia de consultas con expertos o sectores afectados derivan en leyes con inconsistencias, omisiones y “vicios de origen”, lo que reduce su legitimidad y aumenta la probabilidad de correcciones posteriores o invalidaciones judiciales. A ello se suma la incertidumbre jurídica y económica provocada por cambios apresurados en las reglas del juego, que pueden afectar la inversión, contradecir acuerdos internacionales y generar disputas comerciales.
Además, la premura en la aprobación abre la puerta a violaciones constitucionales, impugnaciones ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación y una mayor concentración de poder, especialmente cuando existen mayorías legislativas. La dispensa de trámites y la votación exprés debilitan los contrapesos institucionales, aumentan la opacidad y pueden ignorar voces opositoras.
Estos procesos acelerados también generan impactos sectoriales y sociales relevantes, desde el incremento de costos en el campo hasta riesgos de vigilancia sin controles, lo que, según organizaciones empresariales y civiles, agrava desigualdades y vulnera la fortaleza de las instituciones autónomas.
Desde 2021, con la mayoría de Morena y sus aliados en el Congreso, la aprobación de iniciativas en fast track se volvió una práctica frecuente, caracterizada por sesiones maratónicas, discusiones nocturnas y periodos extraordinarios. Aunque esta dinámica no es nueva y ha sido utilizada por distintos partidos en el poder, en el actual sexenio se ha intensificado de forma notable. Las decisiones rápidas han permitido avanzar en proyectos prioritarios del gobierno, pero también han generado críticas por falta de debate, análisis técnico y contraste con actores afectados.
Entre las reformas aprobadas con esta modalidad destacan la modificación a la Ley de la Industria Eléctrica en 2021, que priorizó a la CFE y desató más de 700 amparos, así como la reforma a la Ley Minera de 2022, impulsada en pleno periodo vacacional y cuestionada por sus posibles efectos en la inversión.
En 2023, se avaló un paquete de nueve reformas que incluyó la desaparición del INSABI, la creación del IMSS-Bienestar, cambios en ciencia, aviación y regulación de precursores químicos, además de reformas que fortalecieron al Ejército mediante la transferencia de bienes e ingresos turísticos a la Sedena.
En 2024, continuó la tendencia con iniciativas de alto impacto, como la reforma a la Ley de Instituciones de Crédito, que permite usar fondos inactivos de cuentas bancarias para tareas de seguridad; la reforma judicial, que establece la elección popular de jueces y magistrados; y la transferencia de la Guardia Nacional a la Sedena, parcialmente invalidada por la Suprema Corte por falta de controles civiles. Estas medidas generaron controversia por sus implicaciones en derechos, seguridad jurídica y equilibrio de poderes.
Finalmente, en 2025 se aprobaron diversas reformas que también pasaron por procedimientos acelerados, entre ellas cambios a la Ley General de Aguas, criticada por su impacto en el sector agrícola; una amplia reforma arancelaria que ajusta más de 1,400 fracciones para proteger industrias nacionales, y un paquete en telecomunicaciones y seguridad que incluye jueces sin rostro y nuevas reglas contra lavado de dinero.
En conjunto, estas aprobaciones muestran cómo el fast track se consolidó como una herramienta legislativa recurrente, con beneficios para la agenda gubernamental, pero también con riesgos para la transparencia, el debate democrático y la calidad normativa.